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Una piedrecita reposaba en el fondo del arroyo. Al llegar la primavera, con las lluvias, la corriente se dirigió a ella y le dijo: -¿Si quieres te llevo al mar! La piedra hizo algunos movimientos de resistencia tratando de agarrarse al fondo y contestó a la corriente con aire indiferente: -¡El Mar!…¡ El mar no existe! Sólo existe el arroyo, las piedras y las vacas que nos pasan por encima de vez en cuando. Sigues tan idealista como siempre… ¡el mar! Pero la corriente volvió a susurrar: -Deja que te lleve…al mar, deja que te lleve. Y la piedra contestó, dejándose arrastrar:

 

-Bueno, vamos – porque en el fondo le gustaba la aventura. Era una piedra volcánica, con algunas estrías claras de las que estaba muy orgullosa.

A pesar de viajar a merced de la corriente solía hacer comentarios autoritarios para sentir que dominaba la situación.

-Mira- dijo una vez con cierto aire despectivo- ¡Ya hemos pasado varios recodos y el mar no está! ¡Déjame aquí!, estoy cansada de rebotar entre las peñas del cauce.

-Deja que te lleve… – respondía suavemente la corriente

La piedra pasó por aguas ennegrecidas y dijo:

-¿A dónde me has traído, sinvergüenza? ¿Esto es el mar? ¡Prefiero que me pisen las vacas! Pero la corriente ya no respondía y tan sólo aumentaba la velocidad.

-¡Para ya! – gritó la piedra chocando contra los guijarros- ¡Vas a destruirme! ¿Es que no te das cuenta? ¡No quiero ir al mar!… ¡Odio el mar!

La corriente la arrastró con gran vehemencia haciendo sentir un gran vértigo a la piedra, que en el colmo de su furia gritó: -¡También te…!

Pero no pudo seguir porque estaba cayendo por una enorme cascada. Y ya en el fondo añadió casi sin fuerzas:

-También te odio a ti, Arroyo… no vale la pena perder mis esquirlas por ese sueño que llamas mar. Juegas conmigo sin sentido.

Pasaron a gran velocidad entre muchos rápidos. Luego siguieron por remansos tranquilos, llenos de algas y líquenes.

La piedra ya no decía nada. Se había abandonado a la corriente. Tenía la superficie cubierta de grietas y casi no se reconocía a sí misma. Todo le dolía.

Atrás quedaron diversas orillas, bosques, aldeas. A la piedra sólo le quedaba el silencio, la corriente y el recuerdo de los golpes recibidos en la trayectoria desgraciada. Pero lo peor era el silencio.

De repente, escuchó otra voz. Era una voz muy distinta; grande, cautivadora y muy azul:

-Por fin has llegado, piedra mía – dijo el mar.

Y mientras caía dulcemente entre espléndidos corales, la piedra giró sobre sí misma varias veces, como murmurando:

-¡Gracias arroyo, gracias corriente… os amo!… todo ha valido la pena.

Esta historia, de Miguel Segura, bien puede ilustrar el viaje de nuestra vida. En medio de la travesía vamos perdiendo las estrías de las que alguna vez nos sentimos orgullosos, pasamos por momentos de dolor en los que pensamos que hubiera sido mejor quedarnos donde estábamos y al final, ante el dolor y la impotencia, decidimos rendirnos a la corriente. Y en el momento que menos lo pensamos hemos llegado a nuestro destino final y podemos ver que el viaje ha valido la pena.

He peleado la buena batalla, he terminado la carrera y he permanecido fiel. Ahora me espera el premio, la corona de justicia que el Señor, el Juez justo, me dará el día de su regreso; y el premio no es sólo para mí, sino para todos los que esperan con anhelo su venida. (2 Timoteo 4:7-8)

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Anonymous

Juliana Villa

21 Apr 2015 - 03:32 pm

amen

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